En la verdulería de la esquina, Juana pregunta el precio de los tomates como si fuera a negociar una joya. El verdulero le dice “mil cuatrocientos el kilo” y ella hace una mueca de resignación. “Llevo dos nomás, para la ensalada”. El changuito que antes rebosaba de frutas y verduras, hoy parece más una metáfora de la escasez que un instrumento de compra.

El aumento de precios no da tregua. Cada semana, los carteles se reescriben con cifras nuevas. La inflación no se ve, se siente: en la heladera más vacía, en el sueldo que no alcanza, en el silencio de los negocios cerrados. En los barrios, el rumor constante es uno solo: “no hay trabajo”.

Carlos tiene 52 años y hace tres que no consigue un empleo fijo. Se rebusca limpiando veredas y haciendo changas de pintura. “Antes con dos laburos vivíamos bien, ahora con cinco no llego ni al diez”, dice, con esa mezcla de ironía y angustia que se ha vuelto habitual. A su hija la echaron de la panadería donde trabajaba desde los 19. “Cerró, no vendían lo suficiente para mantener a nadie”, cuenta.

Mientras tanto, en las redes sociales, los funcionarios repiten discursos sobre ajustes necesarios, orden fiscal y recuperación futura. Pero en las mesas de las familias, la aritmética es otra: sumar para comer, restar para sobrevivir, multiplicar esfuerzos y dividir por cero.

La crisis no es un número en un informe. Es la señora que cambia la leche por un mate cocido, el kiosquero que bajó la persiana y el chico que ya no lleva la vianda al colegio porque no hay qué ponerle.

El país que alguna vez fue símbolo de abundancia, hoy se retuerce entre góndolas vacías y esperanzas oxidadas. Pero aún así, cada mañana, la gente se levanta y sigue. Porque el hambre duele, pero más duele quedarse quieto.